Mi primer trabajo profesional en teatro llegó gracias a Roberto Ayala, quien comenzaba a coreografiar en las grandes ligas. Me convocó a una audición para Blanca Nieves y los Siete Enanos, una producción de Jacqueline Andere, estelarizada por su hija Chantal. ¡Y me quedé! No lo podía creer: iba a debutar en el Teatro de los Insurgentes, el más importante de México.
Mi papel era el ayudante de la bruja, alias Bisbirulo. Soñaba con que mis papás me vieran en escena… claro, no contaba con que el personaje llevaría una botarga de pájaro. Así que nunca me vieron realmente. Pero yo estaba feliz: ya estaba en las grandes ligas.
En esa obra también debutaron Lisset, Ana María Collado, Manuel Sánchez y muchos más. Fue el inicio de una generación que se formó entre telones, ensayos y carcajadas.
Blanca Nieves fue seguida por Aladino y la lámpara maravillosa, y poco tiempo después, por el musical que marcaría mi vida: Yo y mi chica.
Roberto Ayala recibió su primera gran oportunidad en una obra de gran formato: Yo y mi chica. Cuando nos lo comentó, todos queríamos estar ahí, pero él fue muy riguroso en la selección del elenco y, a nosotros como alumnos, nos exigió mucho más. Fui a la audición, pasé los callbacks… y recibí esa llamada que uno nunca olvida: “Formas parte del elenco”. No hay palabras para describir la emoción: el corazón se te sale por la boca y el alma se acomoda en el escenario.
En aquella época, los montajes comenzaban con talleres intensivos para nivelar al elenco. En este caso, tuvimos clases de ballet con Fedor Lensky, un maestro legendario. Él decía que nosotros éramos “pura fantasía”… y tenía razón. Imagínate una compañía llena de figuras del teatro musical: Rocío Torres, Lety Montaño, Manuel Martín, Armando Moreno, Olivia Bucio… ¡a todos los había visto infinidad de veces en escena! Y ahora estaba tomando clase con ellos. ¡Qué atrevimiento!
Recuerdo la tensión de la primera clase en el salón de ensayos del Teatro de los Insurgentes. Llegó Olivia Bucio —sí, Peter Pan y Cassie de A Chorus Line. Yo no pretendía tomar clase en su mismo grupo… qué osadía. Pero si quería estar, tenía que tomar la capacitación. El maestro dictaba su ejercicio, todos lo ejecutaban impecablemente… menos Manuel Sánchez y yo, que terminábamos para el otro lado. “Pura fantasía”, nos decía. Poco a poco, fuimos resolviendo.
El proceso de montaje fue mágico. Aprendíamos armonías, coreografías, escenas… y todo se iba armando. El día que se montó el número del farol, había cargadas, todos presumían su cargada mas complicada y yo no sabía que hacer, mi pareja Ana María Collado, que es muy alta y yo, flaco como un hilo, ¡QUE IBA A HACER! decidi Rogar Clemencia, el coreógrafo sorprendido accedió a ponerme algo fácil sino eso hubiera estado terrible.
Y llegó el ensayo con público. El primer número era “Un Fin de Semana en Hareford”. Viajábamos en un coche armado con maletas, subíamos a un giratorio que avanzaba mientras giraba y se abrían las puertas de la Mansión Hareford. Los primeros en entrar éramos Ana María y yo. Todo sucedía normal como en los ensayos, pero al momento que se abre la puerta y veo el teatro lleno, sin una sola butaca vacía, fue una sensación indescriptible, era un va y ven de energía que sólo en un eescenario puedes sentir.. WOW YO NO QUERIA BAJARME DE UN ESCENARIO NUNCA
Yo y mi Chica protagonizada por Julio Aleman, Olivia Bucio, Claudioi Brook, Evangelina Elizondo, Xavier Ximenez, Alicia Fahr y un elenco numeroso de cantantes, actores y bailarines fue producida en México por Marcial Dávila. La producción era impresionante, muy cuidada, todo era magia
La dirección musical estuvo a cargo de Willy Gutiérrez, el coreógrafo fue Tony Parisi, aunque al final se quedó Roberto Ayala, en el vestuario de Elsy Jiménez, la peluquería de Marta Carreño. En ese entonces no había alternantes,<p>La dirección musical estuvo a cargo de Willy Gutiérrez, el coreógrafo fue Tony Parisi, el vestuario de Elsy Jiménez, la peluquería de Marta Carreño. En ese entonces no había alternantes, ni maquillistas para el elenco, ni vestuaristas. Tú resolvías tu vida. Y eso te formaba.
Yo y mi chica marcó mi vida. Fue mi primer musical de gran formato. Compartí escena con grandes amigos y compañeros como Olivia Bucio, Julio Alemán, Claudio Brook, Evangelina Elizondo, Eugenio Derbez, Fernando Moya, Jorge Pais, Angelita Castany, Simone Brook… Estaba donde siempre había soñado estar. La vida me había conseguido mi sueño. ¿Qué más podria pedir?
Durante la temporada de Yo y mi chica, Manuel Sánchez —compañero de elenco y cómplice de aventuras— me propuso algo inesperado: montar unas coreografías para un espectáculo en el Kagba, la discoteca gay más icónica del momento. El proyecto era para Paco Prats, un productor visionario que apostaba por el talento joven y la estética teatral.
El show se llamaría Broadway Lights, un collage de números de comedia musical que celebraba lo mejor del género con ritmo, humor y mucha lentejuela. Y ahí estaba yo, por primera vez, del otro lado: creando, dirigiendo, marcando pasos. Ese fue, oficialmente, mi primer trabajo como coreógrafo.
Montar Broadway Lights fue una escuela en sí misma. No había presupuesto, pero sí pasión. No había escenografía, pero sí imaginación. Aprendí a resolver, a adaptar, a sacar brillo con lo que había. Y sobre todo, aprendí que coreografiar no es solo contar pasos: es contar historias con el cuerpo.
Ese escenario, con luces de neón y público eufórico, fue mi primer laboratorio creativo. Y aunque no era Broadway… se sentía como si lo fuera.
Nos lanzamos. Rebeca pasó primero. Yo sudaba hasta la conciencia. Me sentaron en una salita de espera, y al fondo, en un escritorio lleno de papeles y un cenicero de doble piso, estaba ella: Doña Fela Fábregas. Me preguntó: “¿Y usted por qué cree que puede venir a estudiar aquí?”. Yo casi me desmayo. Pero me lancé. Cada pregunta, cada respuesta, al borde del shock nervioso… y logré ser admitido.
Comencé a tomar clases de teatro musical con Mario Mejía, actuación con Carmen Montejo, y tap con Gabriela Sala. El destino está trazado. Nada es coincidencia. Cada persona, cada situación, cada pérdida… te lleva al camino adecuado, aunque en el momento no lo entiendas.
Fela Fábregas más adelante se convertiría en mi Jefa, compañera de mil aventuras y mi amiga.
Al terminar Yo y mi chica, Eugenio Derbez me hizo una propuesta inesperada: dar clases de tap en su academia. ¿Quién me iba a decir que ese momento marcaría el inicio formal de mi vida docente? Pasé de ser el que rayaba pisos a ser el que enseñaba a hacerlo con ritmo y carácter.
La docencia llegó como una extensión natural de mi pasión. Y lo que comenzó como una invitación entre amigos, se convirtió en una parte vital de mi vida. Enseñar me dio estructura, propósito y una nueva forma de entender el arte: no solo como ejecución, sino como legado.
Poco después, Fernando Moya me invitó a trabajar en la Compañía de Arte Lírico de Cristina Ortega. Ahí descubrí el mundo de la zarzuela y la opereta. Montamos muchísimas producciones, cada una con su propio estilo, exigencia y encanto.
En una de esas puestas, Fernando ya no pudo continuar como coreógrafo. En su lugar llegó Jorge Cano, maestro de la Compañía Nacional de Danza. Jorge fue un parteaguas. Él es el responsable de que yo haya tenido el valor de convertirme en coreógrafo.
Un día, justo antes de iniciar el montaje de La Viuda Alegre, Jorge me llamó por teléfono. Tenía compromisos con la Compañía Nacional y no podría hacer el trabajo. Me dijo, sin rodeos: “Hazlo tú. Comienzas mañana”.
Así, de la noche a la mañana, me convertí en coreógrafo de zarzuela y opereta. Sin tiempo para dudar, sin espacio para el miedo. Solo con la certeza de que todo lo vivido me había preparado para ese momento.
Y ahí empezó esa historia.
Seguí tomando clases con Roberto durante mucho tiempo, hasta que él tuvo la suerte de ser contratado nuevamente por Marcial Dávila para el montaje de Calle 42. Yo, armado de valor, decidí audicionar. Fue un proceso largo y agotador, pero cuando haces algo que llena tu alma, el cansancio desaparece y todo pasa rápido.
Finalmente fui seleccionado para el ensamble de la obra que todo bailarín de tap sueña con bailar: Calle 42, una verdadera extravaganza musical. Además, se presentaría en el mejor teatro de México: el Teatro de los Insurgentes, propiedad del mismo Marcial Dávila. Él no solo era el productor, también fungía como traductor-adaptador y director de escena, lo que hacía que su presencia se sintiera en cada detalle del montaje.
El elenco estaba conformado por figuras como Olivia Bucio, Joaquín Cordero, Amparito Arozamena, Alicia Fahr y Roberto Blandón, acompañados por cuarenta bailarines entregados al tap, en un show a la altura de las mejores capitales del mundo. Y lo más trascendente: Calle 42 fue la primera obra en México que contó con una orquesta completa en vivo, dirigida por el inigualable Willy Gutiérrez. Ese hecho convirtió al montaje en un parteaguas para el teatro musical mexicano.
La coreografía estuvo a cargo de Roberto Ayala, quien nos tuvo ensayando sin descanso hasta que cada número alcanzara una precisión increíble. Sus coreografías eran extensas, complejas y exigentes, llenas de movimientos vigorosos que debían ser limpios, impecables, precisos y poderosos. Esa fuerza en escena hacía que la coreografía resultara impactante. El trabajo coreográfico fue excelente, digno de las mejores capitales del teatro del mundo.
El periodo de ensayos fue demandante y meticuloso: todo debía funcionar como un engranaje de reloj. En aquel tiempo el teatro aún se hacía “a la antigua”, sin vestuaristas ni asistentes, así que cada actor debía encargarse de cuidar y distribuir su vestuario por todo el teatro. Eran muchísimos cambios, varios ultrasónicos, y no había margen de error.
Durante las funciones, que iban de martes a domingo, apenas tenía diez minutos en el segundo acto para regresar al camerino. Entre función y función solo había tiempo para reacomodar todo. Cada miembro del elenco tenía un enorme bote de basura que paseábamos por todo el teatro para organizar vestuario y utilería. Éramos un elenco muy grande y todo debía estar perfectamente en su lugar; de lo contrario, no llegarías a tiempo a escena. Todo había sido planeado y situado en sitios estratégicos.
Calle 42 es una obra muy demandante, física y mentalmente: sus coreografías rápidas, complejas y largas incluían además múltiples cambios de vestuario y peluquería durante los números. Era una verdadera locura y un gran ejemplo de trabajo en equipo.
No cabe duda de que Calle 42 reafirmó mi visión sobre la complejidad de los musicales de Broadway. Cada cambio de vestuario, cada coreografía interminable y cada nota de la orquesta me enseñaron que el teatro musical es una maquinaria perfecta, donde la disciplina y la pasión deben convivir en equilibrio.
Todas las experiencias vividas hasta entonces, junto con las habilidades aprendidas en mi formación en sistemas, me dieron la capacidad de estudiar y desglosar un proyecto al máximo. Aprendí a esquematizar cada detalle y, sobre todo, a transmitirlo con claridad. Esa manera de organizar y estructurar me permitió enfrentar la complejidad de los musicales con una visión más amplia y precisa, convirtiendo la pasión en un proceso ordenado y eficaz.
Conocí Calle 42 gracias a Roberto. Me volví loco al escucharla: corrí a encargar el disco LP en la única tienda que vendía este tipo de música en la Ciudad de México. Después de una larga espera lo tuve en mis manos. Qué te cuento: lo habré escuchado más de mil veces. Los pasos sonaban tan impactantes que me obsesioné con el tap. Quién iba a decirme que esa obsesión se convertiría en mi modo de vida.
El tap me abrió puertas en muchos lugares, incluso en el extranjero. Sé que fui muy afortunado: los proyectos que llegaron fueron los que tenían que llegar, los que me hicieron sentir pleno y feliz en el teatro musical mexicano, y que más adelante me dieron las armas para dejar una huella fructífera en él.
De intérprete a creador: el salto al departamento creativo
Calle 42 marcó el cierre de una etapa y el inicio de otra. Después de aquella experiencia seguí dando clases, tomando cuantas podía encontrar, pues en ese tiempo no existía un sitio ni academia que ofreciera una formación integral en teatro musical. Sin embargo, llegó un momento en que decidí poner un alto total a mi vida teatral y regresar a mi campo de sistemas para preparar mi titulación. Había mucha presión familiar al respecto. Durante esos años trabajé en sistemas en Televisa y en Nissan Mexicana.
No abandoné del todo las artes: continué dando clases de tap en la Academia de Lindavista, entre otras actividades que detallaré en el capítulo sobre la docencia. Pero mi camino en el escenario quedó en pausa durante cinco años.
Un día, nos reunimos cuatro amigos soñadores y sobre la mesa surgió una idea: ¿por qué no convertirnos en creadores de nuestro propio trabajo y traer un musical a México? La propuesta nos pareció tan natural como emocionante. Ana María hizo la selección del musical, conseguimos el dinero para pagar el anticipo de derechos y, como conocíamos a todos los que trabajaban en teatro, armar el equipo no fue tan complicado.
Viajamos a Nueva York —mi primer viaje a esa ciudad— para comprar los derechos y acudir a la Biblioteca de Nueva York a investigar por qué la obra que queríamos montar no había durado o en qué había fallado. Nos permitieron ver el video de la puesta en escena, pero solo podíamos entrar con una hoja de papel en blanco y un lápiz. Juntamos toda la información posible y aprovechamos para nutrirnos viendo muchos musicales.
Entre ellos, Crazy for You. Quedé impresionado, extasiado y entusiasmado al ver un espectáculo tan preciso: el audio, la escenografía, las coreografías… todo era redondo. Lo vimos dos veces en aquel viaje y regresamos cargados de vitalidad y energía, con todo lo necesario para analizar el proyecto y lanzarnos como “gorda en tobogán”. Y así lo hicimos.
Menciono Crazy for You porque años después tendría la fortuna de ser llamado por Fela Fábregas, con quien iniciaría toda una trayectoria llena de vivencias y experiencias. Pero antes de eso, estos cuatro amigos nos enfrentamos a nuestro primer gran proyecto: Cantando bajo la lluvia.