Después de la risa y el caos encantador de La Alegría de Aprender, donde los niños y sus juguetes llenaban los ensayos de vida y espontaneidad, mi camino volvió a girar hacia un clásico que había marcado mi infancia: El Diluvio Que Viene. Pasar de un musical infantil educativo a la reposición de una obra icónica fue como cambiar de universo: de la inocencia de las tablas de multiplicar al peso de un legado teatral que exigía respeto y renovación.
Ese salto me enseñó que el teatro es un puente en sí mismo: puede ser escuela para los más pequeños y, al mismo tiempo, memoria viva para quienes crecimos entre telones.
¡Un sueño hecho realidad!
En 2008, algo increíble sucedió en mi vida. Nunca imaginé que tendría la fortuna de formar parte del equipo creativo en la reposición de un clásico que marcó mi infancia. La señora Fábregas me ofreció liderar la coreografía, aunque solo sería responsable del 50%, pues también quería contar con la experiencia de su anterior repositora, la maestra Socorro Larrauri.
La obra original de El Diluvio Que Viene había sido pionera con su innovadora propuesta escenográfica: dos giratorios y el impresionante armado del arca. Revivirla en tiempos modernos suponía un desafío emocionante. Acepté la oferta con la condición de renovar los números a mi cargo y de poder compaginarlo con mis actividades en el Centro Cultural.
Finalmente, el equipo creativo conjuntado por Fela Fábregas reunió a grandes talentos: Héctor Bonilla (dirección de escena), Socorro Larrauri y Pepe Posada (coreógrafos asociados), Adrián Oropeza (montaje vocal) y Manolo Sánchez Navarro (producción e iluminación). Juntos dimos vida al musical, inyectándole energía y vitalidad fresca.
El reto era claro: modernizar un clásico amado por todos los mexicanos. Yo opinaba fervientemente que la coreografía debía adaptarse al gusto contemporáneo, ajustándose a los tiempos cambiantes y a los estilos actuales. Exploramos nuevas ideas basadas en la versión española de 2005, aunque el tiempo apremiaba y no pudimos implementar todas las modificaciones deseadas.
Mis números incluían algunos de los más memorables: Calma, Qué pena que sea pecado, La Consuelo, Hormigas, Tira el dinero, Balada de San Crispín y Eso es amor. La complejidad del proceso requería apoyo indispensable, y conté con la ayuda invaluable de Rafa Maza y Manuel Jiménez como asistentes de coreografía.
Lidiar con las ideas arraigadas del pasado resultó desafiante. Socorro Larrauri se mostró reacia a realizar cambios en su montaje, y mis propuestas generaron fricción y descontento. La tensión llegó a su punto culminante en un explosivo enfrentamiento durante un ensayo. Afortunadamente, bajo la dirección de Héctor Bonilla, conseguimos llegar a un acuerdo y el proyecto pudo seguir adelante.
Era muy importante que un trabajo no saltara sobre el otro, que la tradición y la innovación pudieran convivir.
A pesar de los desafíos, el ensayo general nos regaló un instante inolvidable: cuando la Paloma bajó por primera vez. Sentí una energía especial llenar la sala, un momento que quedará grabado en mi memoria para siempre. Si el público pudiera experimentar esos instantes, entendería por qué amamos tanto nuestro trabajo teatral.
A pesar de los sacrificios y tensiones, la emoción de ver el resultado final es incomparable. Me hubiera encantado que mi madre pudiera presenciar mi trabajo en esta obra que tantas veces me llevó a ver de niño.
La exitosa reposición del musical fue un triunfo personal, una validación de mi capacidad, talento y visión. También fue un paso adelante en mi carrera, abriendo puertas a nuevas oportunidades y colaboraciones.
La crítica especializada lo reconoció ampliamente y la producción fue multipremiada, incluyendo un galardón para la Mejor Coreografía.
La reposición de El Diluvio Que Viene fue más que un reto artístico; fue un reencuentro con mi propia historia. Modernizar un clásico, lidiar con tensiones creativas y sentir la magia de la Paloma bajando en el ensayo general me confirmó que el teatro es resistencia, memoria y emoción pura.
El reconocimiento de la crítica y el premio a la mejor coreografía fueron importantes, sí, pero lo esencial fue comprobar que podía dialogar con el pasado y transformarlo en presente. Ese triunfo personal abrió un nuevo capítulo en mi carrera, y me preparó para enfrentar proyectos distintos, inesperados y llenos de humor.