Todo empezó con una curiosidad que, sin darme cuenta, se volvió vocación. De niño, el teatro no era un destino claro, pero sí una especie de imán que me jalaba a explorar, aprender y entregarme por completo.
Mi mamá —fanática de las artes— nos llevaba a todos los musicales que podía en la Ciudad de México. ¡Y cómo me fascinaban! Cada función era como entrar a un mundo nuevo: magia, color, música… Pero había algo más, algo que todavía hoy recuerdo perfecto: ese olor tan particular que salía del escenario cuando se abría el telón. No sé qué era, pero para mí era hipnótico. Ya no existe ese aroma, pero en mi memoria es único.
El primer musical que vi fue Contigo Pan y Cebolla, con los hermanos Zavala. Quedé impactado. Nos compraron el disco y lo canté y bailé hasta el cansancio. Después vinieron El Fantasma de la Ópera, El Violinista en el Tejado, Vaselina, Mame… hasta que llegó El Diluvio que Viene. La vi 28 veces. Sí, leyeron bien: 28. ¿Loco? Tal vez. Pero yo ya soñaba con estar ahí arriba, sin tener la más mínima idea de lo que implicaba prepararse para eso.
Mis papás nunca me dejaron tomar clases, así que mi acercamiento con el teatro sólo se basaba en reproducir lo que yo veía en las obras que me llevaban a ver generalmente musicales.
Yo era fan de El Diluvio que Viene, un día veo anunciadas audiciones en el periódico y que voy, llegué, una larga fila y de la puerta de acceso al salón de ensayos cada cierto tiempo, una señora de pelo blanco, salía revisaba a los que seguían y corría a varios se veía que todos le temían… y yo, inseguro sobreprotegido, agarré mis cosas y pensé: “Más vale aquí corrió que aquí murió”. Sin saber, claro, que esa señora era Fela Fábregas, y que al paso del tiempo acabaría siendo alguien clave en mi historia.
Algo parecido me pasó en las audiciones de Evita y José el Soñador: llegaba, veía lo que pedían… y salía corriendo. Como dicen: “El que nada sabe, nada teme. Pies, ¿para qué los quiero? ¡Corran!”